Una sentencia es “una resolución judicial que contiene la decisión del juez o tribunal interviniente sobre el fondo de la cuestión que se le ha encargado juzgar”. Pero, en la vida, muchas veces, prima la costumbre, el hábito adquirido por la práctica de un acto. Y, la costumbre sirve también para enseñar al mundo.
Hay vivencias y actos que se repiten en la práctica y que dan pie a enunciados ingeniosos que transmiten enseñanzas en forma de sentencias cortas. Son refranes populares que enseñan y aconsejan y, muchas veces, albergan más verdad que el fallo de muchas resoluciones judiciales: “el saber no ocupa lugar”, “en el medio está la virtud”, “haz bien y no mires a quién”… ¡Cuánta verdad encierra la sabiduría de la experiencia!
Muchas veces, cuando tras la visita de un cliente me encierro con mis pensamientos sobre su asunto en el despacho, tras repasar el peso de lo trasladado, me repito internamente aquello de que: “valgo más por lo que callo que por lo que hablo”. Pero es que, los abogados, aunque debamos convencer, seducir y persuadir con la palabra y nuestros discursos y argumentaciones jurídicas, jamás podremos hacerlo traicionando la confianza y confidencialidad en nuestra relación con el cliente.
El código deontológico de la abogacía, en su artículo 5 determina que uno de los pilares del sistema deontológico es el del “secreto profesional”. Los abogados tenemos el deber de no revelar ningún tipo de información que hayamos podido obtener y conocer del cliente durante nuestra relación profesional con él. No se pueden revelar datos de ningún tipo que nuestros clientes nos hayan confiado. Pero, el “secreto profesional” va más allá: todas las propuestas y conversaciones con nuestros clientes son secretas, pero, también lo son esas conversaciones mantenidas por nosotros como abogados con la parte contraria, con los compañeros. No podemos trasladar hechos o documentos que conozcamos o hayamos remitido o recibido en el ejercicio de nuestra labor profesional.
Es tan importante el secreto profesional que, incluso la propia Constitución Española, en su artículo 24 enmarca este derecho como un derecho fundamental que incide – para proteger el derecho de defensa efectiva de todo ciudadano y, para garantizar que los abogados podamos cumplir con nuestro cometido y labor– en que “(…) por razón de parentesco o de secreto profesional no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos” . Ahora bien, todo abogado tiene también el deber de colaborar con la justicia. En caso de conflicto, prevalece el secreto profesional porque esa es la única forma de poder garantizar un ejercicio libre de la abogacía y del derecho de defensa del ciudadano, que es lo verdaderamente importante.
Aun así, pero, encontramos dos excepciones al secreto profesional: el abogado debe colaborar con la AEAT comunicando información de trascendencia que recoge la Ley General Tributaria y, con el Servicio Ejecutivo de la Comisión de Prevención del Blanqueo de Capitales e Infracciones Monetarias para prevenir blanqueo de capitales y financiación al terrorismo. De igual modo, se permite levantar el secreto profesional al abogado que deba impedir la condena a un inocente o, para poder demostrar su propia inocencia ante imputaciones graves y falsas.
Salvo pues, contadas excepciones, parece que “en boca cerrada, no entran moscas” y, debo decir que aunque así se hace, bien sabemos los letrados que no siempre es fácil. ¿Quién no ha tenido enfrente a un cliente cuyas circunstancias personales, hechos narrados, o vida explicada sorprenden de tal manera que saldrías corriendo a explicar a tus compañeros de despacho o conocido la confidencia? ¿Cuántas veces lo explicado no choca con tus principios? ¿quién no ha tenido un dilema moral tras una visita? Dicen que “el que canta sus males espanta” y, muchas veces, eso les pasa a los clientes. Salen del despacho liberados tras trasladar el problema y, somos nosotros los letrados quienes nos quedamos con el peso de la confidencia recibida, con el dilema moral en muchos casos ante lo sorprendente de lo escuchado, porque “el que no sabe es como el que no ve” pero, una vez visiona ya no puede hacer alarde del conocido “ojos que no ven…”. Debe defender los intereses de su cliente velando por salvaguardar lo conocido mediante secreto profesional. Y es que, siempre pesa más nuestra responsabilidad y la confianza generada con el cliente, porque “quien guarda, halla”.
El secreto profesional va incluso más allá de la relación abogado-cliente. Cuando la relación profesional termina, el deber se perpetúa; no tiene límite temporal, salvo que el cliente renuncie a él y es que, “primero es la obligación que la devoción”. Todo abogado está obligado a ejercer su libertad de defensa y expresión conforme a la buena fe, de manera responsable y fundamentando en todo momento su relación con el cliente en la confianza, y manteniendo una conducta profesional íntegra, leal y diligente. ”Quién hace lo que puede, hace lo que debe”.